
En este día tan especial para todos los castenses, cuando celebramos un nuevo aniversario de nuestro querido pueblo, rescatamos del baúl de recuerdos de Marita Giorgi imágenes y memorias de aquellos tiempos donde el esfuerzo físico, la solidaridad y la cultura del trabajo marcaron la vida cotidiana: la historia de los bolseros y estibadores.

El sol de verano invitaba a madrugar y a prepararse para la faena de la cosecha. Entre trigales dorados y el ruido metálico de las trilladoras, los peones se disponían a enfrentar jornadas interminables. Cuando las bolsas se llenaban, los cosedores las cerraban con agujas especiales, chatas y arqueadas, enhebradas con hilo de algodón. Cosían de punta a punta, dejando las clásicas “orejas” que servían para cargar al hombro cada bulto.
Una vez cerradas, las bolsas caían desde la trilladora al suelo, donde otros trabajadores, ayudados por un rastrín tirado por caballos, las recogían y formaban pequeñas pilas en el rastrojo. Los camiones, con paciencia y ruido de motor cansado, recorrían los campos para llevarlas a los galpones, donde se apilaban prolijamente. Ese era apenas el comienzo del largo recorrido del grano.


El acopio y el ferrocarril
En la estación, el recibidor y el calador revisaban la calidad de la semilla. Los galpones del ferrocarril se llenaban hasta el techo; y cuando ya no alcanzaban, los terrenos linderos se convertían en improvisados depósitos. Allí entraban en acción los estibadores, especialistas en levantar a fuerza de hombro y sudor esas bolsas que pesaban más de 70 kilos.

Con una escalera gruesa llamada “burro”, iban subiendo a la cima de la estiba, dándole forma de galpón, cubierta con lonas para protegerla de la humedad. El paisaje del pueblo se llenaba de esas montañas de bolsas, que quedaban en pie hasta el embarque final.
El paso del tiempo trajo cambios. El elevador de granos transformó la forma de acopiar y comercializar la producción. Pero aquellos años quedaron grabados en la memoria de las familias rurales, en la piel curtida de quienes fueron parte de una época donde la fuerza de los hombres movía el mundo.
La huella de un oficio
Ser bolsero o estibador no era solo un trabajo: era un estilo de vida. Exigía destreza, resistencia física y, sobre todo, compañerismo. Entre mates compartidos y anécdotas de campaña, se forjaron amistades y se transmitieron valores que siguen vivos en la identidad castense.
Hoy, al cumplir 117 años, Eduardo Castex recuerda con orgullo a esos hombres que construyeron silenciosamente parte de nuestra historia. Sus nombres quizás no figuren en los libros, pero su esfuerzo dejó una huella imborrable en la memoria colectiva de este pueblo que no olvida sus raíces.