
Entrevista a Jorge Oscar Fortunsky, creador del Parque Temático de la Prehistoria.
Jorge, ¿qué recuerdas de aquel momento en que empezó todo?
A fines del ’94, quizá ’95, me golpearon la puerta con una propuesta insólita: hacer un dinosaurio. Yo tallaba madera, levantaba monumentos, pero nunca me había enfrentado a algo de semejante tamaño. Fue Don Vía quien me trajo la idea, de parte de Livio Curto. Me señaló una palmera de seis metros y me dijo: “Tiene que ser tan grande como eso”. Y yo, sin pensarlo demasiado, respondí que sí.

El encargo nació en la Municipalidad, un lugar que me incomodaba porque nunca tuve simpatía por la política. Sin embargo, lo que me movía no era la política, sino el arte. Livio quería ver si de verdad podía construirse un dinosaurio en Castex. Yo era, de algún modo, el escultor del pueblo, y aquella apuesta fue una especie de salto al vacío.
No sabía cuánto cobrar, ni cómo ponerle precio al tiempo y al esfuerzo. Calculé tres meses y me lancé. Durante todo ese tiempo Livio no se apartó: iba cada día, se sentaba en el auto a mirar, hasta quería preparar la mezcla conmigo. Y aunque yo no lo dejaba, porque era el intendente, esa insistencia terminó derribando las distancias.

El trabajo era sin pausas ni horarios. Con mi hermano más chico lo dimos todo: cemento, hierro, sudor. Una tarde, casi al final, una tormenta feroz nos encontró revocando al Tiranosaurio. Bajo un cielo negro, con la media sombra por techo y la lluvia azotándonos, decidimos no abandonar. Terminamos la obra empapados, cubiertos de mezcla, como si el dinosaurio mismo nos hubiera puesto a prueba.
Al final de esa jornada, Livio bajó del auto, me miró y preguntó:
—¿Tomás cerveza vos?
Y ahí entendí que más que una escultura habíamos construido un pacto: entre el arte, la obstinación y la memoria de un pueblo.
—¿Vamos a tomar una cerveza al Cristal?
Yo estaba empapado, cubierto de mezcla, y le dije que no, que así no podía. Pero insistió: “Dale, no seas maricón”. Y fuimos. Con mi hermano al lado, entramos todavía mojados. Esa noche, entre vasos helados, se rompieron las máscaras.
Hablamos como dos hombres, no como el intendente y el escultor. Él me contó sus dolores: la muerte de un hijo, un accidente, los laberintos de su propia vida. “Yo pensé que eras un vago” me dijo Livio. Yo le abrí la puerta a mis sombras: el trabajo duro desde chico, la explotación, el tiempo en prisión que me marcó con un estigma que aún me pesaba. Le dije: “Vago nunca fui. Trabajé de sol a sol. Lo que pasa es que la sociedad solo recuerda los errores, no las veces que uno se deja la piel.”
Ahí nos reconocimos. Yo dejé de ver en él solo un político; él dejó de verme como un vago. Lo humano nos acercó, y con esa charla nació una amistad.
Cuando terminé el primer dinosaurio y lo vio erguido, Livio me dijo: “Ahora quiero doscientos más, todos los que puedas hacer.”

El taller improvisado, junto al polideportivo y al campo de doma, se volvió un imán. La gente se acercaba a mirar, a preguntar, a treparse a los esqueletos de hierro. Hubo un momento en que pensamos trasladar todo a un campo más tranquilo, pero finalmente decidí seguir ahí, entre polvo, curiosidad y mezcla.
Livio ya no solo hablaba de esculturas: hablaba de futuro. Me señalaba la ruta 35 desde la ventana del Cristal y decía:
—¿Ves todos esos camiones, todos esos autos? Es plata que pasa de largo. Yo quiero que entre al pueblo. Que paren, que dejen algo. Y si los dinosaurios son el imán, que sean ellos los que abran la puerta al turismo y a la vida de Castex.
Así, entre cerveza, tormentas y cemento, entendí que lo que habíamos empezado no era solo una escultura, ni siquiera un parque temático: era un sueño compartido, un pacto secreto entre arte, amistad y pueblo.
Jorge: ¿Qué percibías de la sociedad, de la gente del pueblo? ¿Hablabas con la gente o fue una complicidad entre el intendente y el artista?
Bueno, sí, fue como un secreto. Pero el polideportivo en ese tiempo estaba muy concurrido: en verano iba muchísima gente a comer asados, a la pileta, a pasar la noche, a pasar el día. Era un lugar muy lindo, limpio.
La gente empezó a conocer el proyecto porque estábamos al lado. Se cruzaban caminando, uno le contaba a otro, y poco a poco empezó a aparecer en los diarios de la época. Era más bien un proyecto sorpresa, porque no contaba con apoyo del Concejo Deliberante.
¿Y de la sociedad? Después sí, la obra generó interés y reconocimiento. Pero el intendente, el Livio, se tomaba atribuciones que no debería: quería hacer algo y lo hacía. Pedía permiso después, pero la obra ya estaba encaminada. Por eso me dijo: “Bueno, ahora quiero que me hagas 200 dinosaurios, todos los que puedas”. No quería que la obra se detuviera: tenía un proyecto para el pueblo, y sabía que, si esperaba los permisos y las decisiones de los concejales, nunca se aprobaría.

La única manera de llevarlo a cabo fue así, con el apoyo de algunos concejales de su partido y con los recursos necesarios: materiales, hierros, electrodos, herramientas, todo a disposición. Con los años me fui enterando, por testimonios de algunos concejales de esa época, que lo apoyaban pero que la pasaban mal, porque tenían que cubrirlo constantemente.
Lo entiendo: el Livio sabía que la vida se le escapaba entre las manos, y quería dejar algo para el pueblo, algo que realmente beneficiara a la comunidad. En ese momento, Castex estaba apagado, sin muchas cosas, y él quería prender una chispa. Recuerdo incluso que le tomaban fotos a escondidas para publicar en el diario.
Jorge: ya pasaron 30 años de la creación del primer dinosaurio “El Tiranosaurio Rex” y en 1995 era más difícil conseguir información sobre estas especies: ¿Vos cómo te informabas?
Eso de la información sobre los dinosaurios era casi inexistente en aquel tiempo. Yo no conocía a estas criaturas; no había muñequitos, ni internet para buscarlo. Empecé con la información que me traía la gente del pueblo. Por ejemplo, si aparecía un artículo en alguna revista sobre el descubrimiento de los restos de un dinosaurio en tal lugar, incluía sus características, medidas y, a veces, un dibujo aproximado. La gente me llevaba eso al parque donde yo trabajaba, lo donaba para que yo pudiera transformarlo en una escultura… y así fue como comencé. Los primeros, por supuesto, salieron de ese modo.

Con los años apareció la película “Jurassic Park”. Recuerdo que Livio llegó al parque muy contento diciéndome que había conseguido la película y la vimos en la Municipalidad. Yo estaba fascinado: pausaba, estudiaba cada escena, observaba cada movimiento… Pero aún recuerdo ese pequeño detalle: cuando empecé, no existía nada, absolutamente nada. Algunos artículos en diarios y revistas, incluso en “Billiken”, eran tesoros. Cada recorte me servía.
Ahí estaba yo, interpretando la escala de los animales y la forma que describían los dibujos. Como sabemos, nadie vio un dinosaurio vivo; lo que conocemos es el resultado de la imaginación y la paleontología. Por ejemplo, encuentran una vértebra y la reconstruyen; a partir de allí se calculan medidas y un artista, o varios, producen dibujos basados en la información de los paleontólogos. Todo lo que hacía estaba cimentado en eso, aunque también tenía que dejar volar la imaginación.
Entonces, cuando se aprueba la forma de un dinosaurio, así queda para el mundo después. Porque hasta que no aparece un ejemplar entero, nadie sabe realmente cómo era su forma, y mucho menos su color. Los dinosaurios que hoy conocemos se recrearon con esa técnica: al artista, al dibujante, le dan más o menos cómo son los huesos, y él va inventando el color guiado por las conjeturas de los expertos. También pueden guiarse por restos que indican coraza o escamas, pero la verdad es que nadie sabe con certeza cómo eran.
De algunos se ha encontrado parte de la piel fosilizada, y se sabe que era escamosa, como la de los lagartos. ¿Y el color? Ese sigue siendo un misterio. Por ejemplo, en las revistas o libros de dinosaurios, un Tiranosaurio puede aparecer gris con la pancita blanca en un texto, y en otro aparecer de colores distintos; cada autor interpreta ciertos rasgos a su manera.
Yo, para pintarlos, lo que hacía era observar en las lagartijas vivas sus patrones. Cada una tiene un diseño único en el cuerpo, y de esos patrones saqué inspiración para mis dinosaurios. Me hubiese gustado observar animales exóticos, pero no había; así que me inspiraba en las lagartijas que encontraba en el predio. Incluso las víboras me servían para copiar colores y formas: la mayoría tiene el blanco abajo, en la pancita y la cola, y a los costados una línea negra que separa los colores más fuertes de arriba.
Poder ver todo eso en directo, y transformarlo en una escultura, es algo realmente impresionante.
Jorge: en 1996 falleció Livio, ¿cómo siguió el proyecto?
Hubo un tiempo en que me sentí acompañado, en que el impulso de crear encontraba abrigo y dirección. Pero cuando falleció el Livio: hubo etapas en las que todo se volvió distancia y silencio. Aprendí que el respaldo al arte es frágil, que depende más del humor de las gestiones municipales que de la verdad de una obra. Así fui viendo cómo los proyectos se detenían, cómo los sueños quedaban suspendidos, esperando un gesto que no siempre llega.
Entre renuncias y regresos, entendí que el arte sobrevive más allá de la voluntad de los hombres que deciden. Que uno crea por necesidad, aunque el poder no lo comprenda. Con los años lo aprendí fue muy doloroso.
Una de las heridas más fuerte fue cuando vi mis esculturas alteradas, cubiertas por manos que no conocían su lenguaje. Aquello que había nacido del estudio, de observar lagartijas, tortugas, víboras y cocodrilos para descubrir en ellos la textura de los dinosaurios, había sido revocado como si fuera una pared cualquiera. En ese instante sentí que algo en mí se quebraba: me sentí despojado, para mí la obra se convirtió en algo sin sentido. Me encerré en mi casa, me daba nauseas.
Con el tiempo también descubrí que el poder tiene su propio juego. Primero corta, después promete; destruye lo que no entiende y reanima lo que puede mostrar. Me costó aceptarlo, pero lo entendí: el artista trabaja con el corazón, mientras que la política suele hacerlo con el cálculo. Son lenguajes distintos, muy opuestos.
Aun así, volví más de una vez. Porque hay amores que uno no elige abandonar. Pero la última vez que fui, sentí un vacío que no esperaba. No encontré una sola referencia a mi nombre, ni una palabra que recordara los años de trabajo, de observación, de lucha. En cambio, vi homenajes a otros gestos, a otras causas. Y me pregunté —sin rencor, pero con tristeza— qué queda para el que dio forma al sueño.
Lo más doloroso, quizás, es escuchar cómo otros se apropian de las ideas. No por vanidad, sino porque detrás de cada una parte importante de mi vida. A veces siento que la memoria del arte es frágil, y que cuando no hay quien la defienda, el silencio se la traga.
Por eso no quiero volver como visitante. Si regreso, será con herramientas. Ver mi obra así me hiere; es como ver un cuerpo sin alma. Mientras viva, y viva tan cerca, me gustaría que me miren no como una sombra del pasado, sino como alguien que aún puede seguir dándole forma a la imaginación del pueblo.
Jorge: ¿Por qué sucede eso?
Cuando uno entra al parque, lo primero que ve es un cartel grande. Habla de una persona que donó una bicicleta para aquellos que tienen dificultades para moverse puedan recorrer los senderos. Hay fotos, gestos, agradecimientos. Pero lo que no hay, lo que más duele en esa ausencia, es una sola palabra que recuerde al artista. Ni un nombre, ni una historia, ni siquiera una señal que diga quién fue el que soñó y dio forma a todo esto.
Pienso a veces que el silencio pesa más que el olvido. Porque el olvido es involuntario, pero el silencio es una decisión.
Hubo un tiempo en que se había pensado poner mi nombre en el circuito interno, era una forma de reconocer ml trabajo, de dejar constancia de que alguien, alguna vez, creyó que era posible. Pero ese cartel nunca apareció. Se fue diluyendo con los años, con los cambios, con la costumbre de dejar las cosas a medio decir.
En Argentina, este fue el primer parque de estas características. Cuando yo lo empecé, Susana la esposa de Livio Curto había viajado a Cuba por un problema de salud. Me alcanzaron fotos del Valle de los Dinosaurios, un lugar inmenso de más de cien hectáreas con más de doscientas esculturas. Esas imágenes me ayudaron mucho, sobre todo para no repetir errores: allá los artistas ponían la cola de los dinosaurios como si fueran bastones, apoyadas rectas en el suelo, rígidas. Yo quise evitar eso: las hice levantadas, con movimiento, que parecieran deslizarse y no clavarse en la tierra.
Así nació el parque. No había modelos, ni moldes, ni fórmulas. Solo ganas, es mi vida entera puesta al servicio de una idea.
Hoy, cuando vuelvo y veo esos carteles que agradecen otras cosas —que está bien que existan, porque todo gesto solidario merece un lugar—, siento sin embargo que falta una palabra, una línea, un reconocimiento mínimo. No por orgullo, sino por justicia poética.
Porque detrás de cada escultura hay una vida. Y cuando esa vida no se nombra, el arte queda como suspendido en el aire, sin raíz ni memoria.
El parque sigue ahí, con sus dinosaurios, con su tiempo detenido. Y yo también sigo cerca, a pocos pasos. Pero a veces me pregunto si no es el silencio lo que más distancia pone entre el creador y su obra.
Así se levantó el parque: con manos cansadas. Cada figura fue un diálogo entre el tiempo y la paciencia. Hoy, al caminar por esos senderos, siento la ausencia de una simple palabra que diga quién lo soñó, quién le dio forma.
A veces pienso que el verdadero reconocimiento no está en los carteles, sino en la memoria viva del que mira y siente. Pero aun así, duele el silencio, porque cuando el nombre se borra, algo del alma también se apaga.
(*) Entrevista y redacción: Pablo Bono, para Castexonline.
Foto principal: La Arena