
El justicialismo argentino es la única expresión política del mundo, que encuentra su fecha de creación en una movilización popular que no costó una sola gota de sangre, por ello Perón dirá con certeza que su primer período de gobierno inaugura en la Argentina una “revolución en paz”.
En dicho proceso inédito de nuestra historia, el movimiento obrero asume como nunca antes, su defensa y acompañamiento incondicional hacia ese líder político que los había visibilizado en derechos, largamente reclamados. Es así como de la proclama a la acción, la lealtad a una causa nacional se impuso como un valor humano, político, social y cultural trascendental para la vida pública del país, marcando un antes y un después de aquel glorioso 17 de octubre de 1945.
A la aceptación estoica de un destino plagado de traiciones, proscripciones, fusilamientos, posturas extremas, odios y negaciones; la lealtad popular encarnada por los trabajadores sindicalizados respondió con táctica y organización, con el objetivo de obtener finalmente el retorno del líder al país. Es que cuando un valor colectivo es forjado en una verdad aceptada y compartida, nada podrá impedir jamás su claudicación, por más adversos que sean los vientos.
Si como hemos podido observar, la lealtad en política refiere a la fidelidad y compromiso que un grupo de individuos profesan desde la militancia hacia un líder e ideología determinados, en su vínculo con el sistema democrático de gobierno muestra aspectos positivos y negativos a tener presentes.
La lealtad política puede ser beneficiosa para la democracia cuando fomenta la participación ciudadana, convocando a participar en todo el proceso democrático, militando, votando y proponiendo nuevas y mejores formas de gestión pública. Al mismo tiempo, dicha participación cívica colaborará en la estabilización del sistema político en general, ya que representantes y representados unifican voluntades y objetivos comunes durante el mismo.
Se torna perjudicial la lealtad política en democracia cuando limita la crítica y el debate, censura y reprime a los opositores, los demoniza y descalifica, socavando así la libertad de expresión y el debate políticos. Al mismo tiempo permite la aparición de acciones autoritarias y polarizadas, que generan violencia institucional y social, de graves consecuencias para la paz del entramado colectivo.
El gobernante leal al pueblo orienta el desarrollo de todas sus potencialidades. Ampara a los débiles y los incluye con herramientas reales para su emancipación. Garantiza sus derechos básicos (salud, educación, vivienda, trabajo, dignidad, justicia, paz social), protege su soberanía, no miente, corrige lo que hay que modificar y se hace cargo de sus acciones y omisiones.
En la vereda de enfrente quedan los gobernantes “oscuros”, inhumanos, leales a inspiraciones inconfesables, contrarias a la paz social y la buena convivencia democrática, con nefastas y conocidas consecuencias; únicamente frenados con un acto supremo del deber cívico: el voto popular, ese que siempre debemos saber implementar, cuando las circunstancias así lo exijan, en salvaguarda de una democracia saludable, con equilibrio entre la lealtad política, la crítica constructiva, la transparencia en la toma de decisiones de gobierno y la ampliación del sistema de participación ciudadana.-
(*) Silvio Javier Arias
Prof. Ciencia Política
Afiliado PJ – La Pampa