Nota de opinión: hacia un nuevo 17 de octubre (*)

Hasta el presente no ha existido en el mundo un espacio político, democrático y popular que –como el justicialismo-, haya celebrado como su fecha fundacional el valor de la lealtad; iniciando a partir de ella una revolución pacífica destinada a alcanzar un país socialmente justo, económicamente libre y políticamente soberano. Tan solo por esa originalidad ideológica convertida en tradición militante, dicha lealtad debería resignificarse más allá del límite político-partidario, actualizando para el conjunto de la sociedad su vital sentido ético.

Aquel 17 de octubre del 1945 fluyó por primera vez desde el conurbano bonaerense hacia Plaza de Mayo, el menospreciado pueblo trabajador argentino, exigiendo la libertad del líder encarcelado en isla Martín García. El joven Coronel era el hacedor de un conjunto de normativas tendientes a resolver deseos y aspiraciones ignoradas durante décadas por esa dirigencia conservadora, oscilante entre el autoritarismo y la democracia según su conveniencia temporal. Desde la Secretaria de Trabajo y Previsión, Juan Domingo Perón sacudía con su accionar político las conciencias mismas de ese «subsuelo de la patria sublevado», visibilizando su existencia, reclamos y derechos, transformándolo en protagonista absoluto de su devenir histórico. 

Ese indisoluble contrato de lealtad popular con un conductor natural, dignificando a la masa obrera nacional, atravesaría todas las embestidas de la derecha obstinada en no compartir bienes y derechos auto regulados para su uso exclusivo. En 1955, el golpe de Estado de la Revolución Fusiladora –punto culmine del odio derechoso y antipopular-, traería proscripciones, persecuciones, infamias, muertes, desapariciones, encarcelamientos, torturas y exilios; poniendo a prueba la resistencia y fidelidad de aquel pueblo decidido a no entregar sus banderas de lucha. Al menos entre 1946 y 1955, se redujeron los efectos sociales, políticos y económicos retrógrados del otrora poder oligárquico, conservador y excluyente, que había hecho de los trabajadores argentinos, meros espectadores de «una Argentina con plata» y para muy pocos…

Sin embargo, la desaparición física del líder y sus posteriores «intérpretes», pecaron de infieles desvirtuando por acción u omisión ese legado revolucionario y verdaderamente heroico del justicialismo primigenio. Cuando la ambición desmedida, el fanatismo, el lucro fraudulento y los egos personales entraron por la puerta de muchas dirigencias, la vocación de servicio, el amor a la patria y la verdad salieron por la ventana. Quienes traicionaron al pueblo con sus mezquindades transitorias, luego no reaccionaron ante la avalancha derechosa que los castigó por su sordera social. Es que la simulación ideológica en política, siempre la pagan los más débiles, los que no deciden sobre los entretelones oscuros de la cosa pública y solo soportan sus tristes efectos.  

Por ello, celebrar el valor de la lealtad es mucho más que colmar una plaza o asistir a un acto recordatorio. La lealtad es esa consecuencia fáctica entre lo que se dice y lo que se hace desde la función pública; es ejemplo moral, responsabilidad en el manejo de recursos escasos, transparencia administrativa, credibilidad personal, profesionalismo, es desarrollo humano y buen arbitrio de las demandas sectoriales.  

En política la lealtad popular es fidelidad a una causa colectiva, creíble, transparente e inclusiva, que nos identifica y convoca sin grietas ni violencias, con solidaridad y cooperación. Estamos ante un cambio de época y necesitamos un nuevo 17 de octubre. Las viejas recetas de la confrontación vacía, no son hoy funcionales a las demandas de una sociedad interconectada por una diversidad de medios, informada y harta de ser engañada; desilusionada y descreída de la dirigencia política de quien espera empatía y humildad.

De aquellas legítimas «patas en la fuente» conquistando el espacio público –para nunca más abandonarlo-, a este presente anárquico, el mundo sigue siendo injusto, desigual, cruel, violento y… liberal. La híper concentración de la riqueza global en un puñado de magnates, es la demostración cabal del fracaso libertario y sentencia de muerte para los excluidos del sistema. Por ello, quedan aún muchas batallas por librar, mucha educación política por impartir, orientadas ambas a revertir sin temores, los efectos nocivos de ese liberalismo materialista, inhumano y mezquino.

  En nuestro caso debemos volver al Movimiento Nacional por la defensa de esas banderas políticas identitarias, rechazadas por la derecha entreguista y anti-pueblo. Necesitamos fortalecer la cultura democrática, exigiendo un nuevo contrato de lealtades entre representados y representantes. Un pacto basado en la honestidad, empatía y generosidad mutuas, sin engaños. Solo así podremos brindarnos una convivencia pacífica, fraterna y constructiva para la vida en comunidad, esa misma que hoy se encuentra dinamitada en su composición material y espiritual; pero siempre resiliente para retomar la senda gloriosa de aquel país poderoso de la América del Sur, faro mundial en la búsqueda imparable por la dignidad y la justicia social.

  • *Silvio J. Arias
  • Prof. en Ciencia Política
  • Militante PJ – La Pampa